No sé si por inseguridad o por ideología, abunda la creencia, aún en nuestros días, en la autoridad como modelo educativo. Domesticar bajo amenaza, bajo la coacción constante del castigo. El conductismo puro y duro del refuerzo negativo y el positivo cuando yo, quien tiene el poder, considero que lo mereces.
No es una cuestión ideológica, sino pragmática. Cuando el educando se aleja o advierte que el presunto educador-castigador no está en su radio de acción, desarrollará todas las conductas prohibidas a modo de catarsis.
Si no se entrena en el libre razonamiento, en la negociación, en el respeto a las opiniones de los otros por mucho que se alejen de las mías, en la búsqueda y aceptación de tratos justos, equilibrados, en la defensa pacífica de las ideas, en la denuncia razonada de las injusticias y abusos… Si no hacemos esa dura tarea, no servirá de nada.
Y claro que la segunda opción es más jodida. En la primera, con unos cuantos castigos consecutivos, amenazas de más y peores… y, ¡zás!, tenemos a la parroquia presuntamente domesticada. Bueno, asustada, buscando la oportunidad para darnos esquinazo y seguir haciendo lo que le apetece, pues no le hemos ayudado a entender, mucho menos a interiorizar, el por qué de lo que le pedimos, exigimos.
Educar en la negociación implica el arduo trabajo de convencer, de ganarse el respeto con argumentos y coherencia. Por supuesto que los resultados son lentos y no siempre se alcanzan. Con la opción de la mera disciplina, en el mejor de los casos, se reprograman borregos.
Lo curioso de todo esto, iluso de mí, es que daba este dilema por zanjado hace décadas y, de pronto, me veo envuelto en este seudodebate con jóvenes en posiciones que me recuerdan a las de quienes estaban a punto de jubilarse cuando me incorporé a este oficio la primera vez, poquito después de la Transición.