Hacía unos meses que el ritmo había cambiado. Los besos habían desaparecido de los saludos y de las buenas noches. El sexo pasó de apasionado a ocasional y, sinceramente, bastante rutinario. Ya no se frotaban los pies fríos bajo las sábanas, donde cada cual se limitaba a ocupar su esquina para roncar. La confianza dio permiso a la aerofagia. Los temas de conversación ya no resultaban emocionantes, mucho menos interesantes ni sorpresivos. Se tenían aprendidos los argumentos, los giros, los gestos, las estrategias. Llegados a ese punto, se miraron a los ojos y concluyeron: ¡Vamos a casarnos!
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