Extraña emoción ésa del odio. No sé si alguna vez la sentí. Conozco la rabia, la frustración, la ira, la impotencia… y otras muchas poco recomendables, pero el odio se me escapa. Quizás sea por puro gandulismo, porque siempre lo imaginé un sentimiento pesado, un lastre que daña más a quien lo carga que a quien lo recibe. Ni siquiera la prohibición católica me invitó a probarlo. La rebeldía no me pudo tanto.
Aunque muy de vez en cuando aparece alguien que me hace entender los boleros, jamás comprendo esas canciones desgarradas que hablan de rencores eternos y odios viscerales, presuntamente por amor. Hay contradicciones a las que, sencillamente, no alcanzo.
Por más vueltas que le doy, no lo entiendo. El egoísmo, por ejemplo, es el motor de las mayores ruindades que azotan desde siempre a esta humanidad nuestra, pero conserva el instinto de autoconservación, exagerado por definición. El odio, en cambio, lleva a sus portadores a autolesionarse, a sacrificarse a sí mismos o a quienes, se supone, más quieren en un afán patológico de machacar a su contrincante.
Si hay que ponerse de mal humor, práctica poco aconsejable aunque muchas veces inevitable, yo prefiero la indiferencia. Siempre me resultó más cómoda y ligera, prima hermana del olvido. Qué rico el olvido, tan higiénico él, como decía Benedetti.
1 comentario:
Javier,
supongo que depende de las personas; el odio desde luego es un asunto ajeno a mí tb, pero la rabia; la verdad es q aunque suene un poco extraño yo prefiero luchar a la indiferencia (aunque creo que es por mi condición de ser humano visceral). Pero esto tb me produce conflictos... debería aprender más de la indiferencia...
en fin que tu reflexión me hace reflexionar
un placer leerte as usual
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