Ahogada en soledades y silencios, despegó de su planeta hostil a bordo de una pantalla y un teclado de letras ya borrosas. Planeó por cientos de perfiles y conversaciones estúpidas, que le llenaron el tiempo, deshojando hora a hora las interminables madrugadas insomnes.
Presuntas confidencias de personajes virtuales, descoloridos en el interior de un pequeño recuadro, al otro lado de las olas y el salitre. O quizás a tan sólo unos metros de su piso de barrio ¿Quién sabe? Demasiado absurdo. Demasiadas tristezas en un único teclado.
Entre vendedores de abdominales achocolatados, promesas de polvos insuperables y fantasías de submundos perdidos, buscaba sin éxito la salida al zumbido de sus silencios penetrando en un bucle de revolcones con cuerpos desalmados. Sólo conseguía amplificar el eco.
Aquella madrugada fue distinta. Acababa de concertar otro de aquellos desencuentros en ninguna parte y, sin motivo aparente, volvió a retocar su cuerpo tuneado de macarra fatal. Los muchos piercings, tatuajes y depilaciones imposibles compartieron protagonismo con pintura de uñas y tacones, bolso de señora y abrigo de tres cuartos. Esa noche, ya frente al nuevo desconocido, se supo diferente.
Sabedora del resultado, de la pegajosa canción que la acompañaría de vuelta a casa, decidió no entregarse a otra sucesión de abdominales contorsionistas, de intercambios de flujos ni succiones. Se resistió a deslizarse por la misma espiral del mismo sumidero de la misma madrugada.
Sin abandonar el desparpajo habitual ni cultivar nada parecido al pudor, Ariadna exhibió su sonrisa y sus razones, sus sentimientos y cimientos. Su dolor.
((Al acompañante ocasional, que no usaba gafas de pasta negra ni tocaba el clarinete, se le quedó cara de vecino de Manhattan. Pese al orgullo de ser el elegido para presenciar aquella reconversión de la oruga, no dejaba de preguntarse ¿Tenía que tocarme a mí? ¿Tenía que ser precisamente esta noche?))