En la esquina de mi colegio había una casa de madera. Allí nos reuníamos cada día, unos minutos antes de entrar a clase, por la mañana y por la tarde, a jugar a las chapas, con las cloacas de esquina a esquina como porterías.
Los escalones de aquella casa también eran punto de encuentro, cuando nos citábamos los fines de semana para salir a caminar por algún monte o a alguna playa perdida.
No recuerdo a sus moradores. Suelo perderme entre los parentescos y los complicados árboles genealógicos que mi madre se sabe a la perfección y se empeña en desgranarme, como si yo supiera de quienes me habla.
Estos días he vuelto al barrio. Pasé por allí. La casa de madera ya no está. Su solar lo ocupa un edificio de tres o cuatro plantas, una construcción igual a otras muchas que van acaparando espacios y lugares, desplazando fachadas que guardaban anécdotas y vivencias.
Me entristeció. Fue como perder una parte de mi intrahistoria. Los recuerdos se anclan en lugares, en puntos de referencia, en los que bordamos pedazos de memorias, ésos con los que nos construimos a nosotros mismos, los que nos hacen, los que nos hicieron. Si el mapa de nuestro pasado se desdibuja, es como si nos borráramos. Perdemos raíces. Dejamos de ser.
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