Vivían en la esquina de mi calle y formaban una familia más pública de lo ya habitual en aquel bullicioso barrio. Supongo que su negocio tenía bastante que ver con aquello. El pequeño estanco incrustado en su casa, o viceversa, no dejaba claros los límites entre sus vidas privada y laboral.
El bazar estaba junto a una cocina que impregnaba todo el negocio de olores. El cabeza de familia atendía a la clientela con su enorme barrigota enfundada en una de aquellas viejas camisillas llenas de pequeños agujeros, como un personaje de Fellini. Muchos días ni se molestaba en quitarse el pijama. Tampoco en ordenarse los rizos, escachados por la almohada.
Sus disputas familiares también tenían ese aire de película italiana, en la puerta de la calle y a pleno pulmón. No era extraño entrar a por un paquete de pipas, unas pastillas de goma o unos cigarros y ser consultado por uno de los parientes enfrentados en la pelea, por alguno que se quedara sin argumentos y precisara de apoyo externo.
En aquella casa escaparate tuvo que afrontar su homosexualidad uno de los hijos. Por eso todos, sin quererlo, fuimos testigos de su aparatosa salida del armario y de las variopintas reacciones de sus parientes. A nadie extrañó que al cumplir los 18 años desapareciera del barrio, al que llegaban estrambóticas historietas de su hazañas y vivencias por lugares lejanos.
Años más tarde, al pasar por Guanarteme, lo reconocí en una esquina. Atraía clientes con su vestimenta de mujer fatal. No hace mucho, paseé por el barrio y lo encontré. Pese a su aspecto híbrido y su rostro casi siempre ofuscado, me pareció verlo sonreir, como si se alegrara al reconocerme.
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