Por un momento estuve tentado de hacerle caso a los chinos. Casi me siento, dejo que me limpien y luego me pongo a esperar, por aquello de si pasaban los cadáveres de quienes me robaban.
Andaba reprimiéndome las ganas de venganza, las de tirarme al monte con la metralleta para, en una emboscada, puño en alto y boina calada, acribillarlos sin piedad en una orgía de sangre imaginaria.
Estas fantasías de lo más hondo de mis vísceras luchaban por el espacio, a puro codazo, con las muchas ganas de desmoronarme sin más. Eso sí, con mucho moco y lagrimeo, adornado con susurros y lamentos. El universo la tiene tomada conmigo, habría repetido a gritos.
En estos vaivenes emocionales andaba cuando, de repente, se me encendió un bombillo. ¿Rojo? No sé. Verde, quizás. Encontré una rendija en la que poner mi culo a salvo de la sodomización que me acechaba. Un enroque silencioso y no falto de un matiz malévolo.
Sin ánimo de exagerar, hasta juraría que me brilló el diente al sonreír.
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