Conocí a Rafael porque era amigo de mi abuelo. Trabajaron juntos en los astilleros de Bazán y, ya jubilados, solía sumarse a las visitas a la finca que PapaMingo tenía en San Mateo, donde echábamos las mañanas de los sábados con mi primo Octavio. Ellos regaban los frutales y arreglaban desperfectos de la vieja casona. Yo cabalgaba a lomos de la gruesa rama del un viejo nogal, rumbo a mis fantasías.
Rafael pasó sus tardes de juventud, durante la República, jugando al ajedrez y al dominó en el Parque Santa Catalina, donde también solían reunirse militantes de izquierdas, comunistas, socialistas, anarquitas... Él no tenía ideología definida pero gustaba de aquellos juegos y del ambiente.
Con el golpe de Estado de Franco, los tertulianos fueron cayendo en manos de la represión. También fueron a por Rafael. Su afición al tablero le supuso ni sé cuantos años en el campo de concentración de La Isleta. Allí lo ocuparon levantando eternos muros de piedra que, seguidamente, le ordenaban que tirara al suelo para, acto seguido, volverlos a levantar.
Así pasó Rafael la guerra y parte de la posguerra, levantando y tumbando muros inútiles en los descampados de La Isleta.
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