Eché a rodar risco abajo en busca de mi objetivo. Sin ruta fijada ni orientaciones precisas, apunté a la orilla como última parada.
Con el impulso arrastré la tierra que encontré a mi paso, hasta mezclame con ella, fundirnos en barro. Juntos seguimos la caída, que nos dio las fuerzas suficientes para atraer las primeras piedras. Con sus giros en medio del caudal, ensanchamos el cauce y sumamos a nuestro viaje a muchas más que se cruzaron por delante.
Por un momento nos creímos imparables. Arrasábamos con todo y nos sobraba potencia para echar a un lado a quien no quisiera sumarse. Un espejismo, pues poco a poco tropezamos con rocas de mayor tamaño, de las que no tienen ninguna intención de dejarse caer ladera abajo, de las acomodadas en el mismo lugar desde hace siglos.
Aunque en un primer momento pareció imposible, logramos saltar por encima de algunas y continuar dirección a la costa, que ya se adivinaba cerca. Se olía.
Con el empuje de la bajada y mucho empeño, erosionamos los impedimentos más frágiles, hasta colarnos por sus grietas.
No faltaron las trabas insalvables, las que no dejaron mejor opción que bordearlas en busca de terrenos más propicios para abrir camino. Y sin perder nunca la pendiente, finalmente, alcanzar el objetivo: la marea.
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