A Juan lo amamantaron a la sombra de los cirueleros, para dejarle dormir la siesta al borde de las huertas y que su madre pudiera cavar papas.
Juanillo endureció las manos a golpe de azada. Y escuchó el crujido de sus huesos al echarse los primeros sacos al hombro.
Con veinte años, ya cansado de cargar sobre la espalda, dejó el sacho y agarró la bandeja. Con un ridículo disfraz de hawaiano, se fue a lucir palmito a la costa, sirviendo copas a turistas semidesnudas que se tostaban al borde de las piscinas, entre decorados seudocanarios de cartón-piedra.
No aguantó mucho. Al poco dejó la bandeja y volvió a la guataca. Esta vez para amasar cemento, con el que pegó los ladrillos que tanto le cambiarían la vida. El trabajo era duro, pero estaba mejor pagado.
Al ver como los bloques se convertían en oro, regresó al pueblo, arrancó los matos y llenó de adosados las tierras de sus abuelos. De la noche a la mañana, Juan empezó a disfrutar de renting, lifting y demás ieneges, de visas doradas, deportivos y todoterrenos, ropas de marcas y mil amores, que lo colmaban de sonrisas, fantasías y favores. Al menos eso creía él.
Se burló ruidosamente la primera vez que escuchó hablar de crisis. What crisis? "Eso no va conmigo", dijo en voz alta, y siguió cambiando rústico por urbano, raíces por cimientos.
Antes de que fuera capaz de darse cuenta, los chorros de ingresos se le fueron secando. Le echaban la culpa a los americanos, los ninjas, las subprime y a no sé qué mil demonios, según le contaron, aunque siempre sospechó que el verdadero responsable era un tal Zapatero, uno que gastaba suela corriendo hasta China para que lo invitaran a desfacer semejante entuerto.
Fuera de quien fuese la autoría del enredo, lo cierto es que Juan se quedó con un montón de ladrillos sin vender y una montaña de facturas sin pagar. Los bancos lo llamaban a diario, aunque ahora sin sonrisas y ya no para desearle felices fiestas. Los concesionarios le fueron retirando uno a uno cada vehículo. Casi al mismo ritmo que desaparecían sus amigos y amantes. Hasta su mujer perdió el interés. Ella también se fue.
Esta es la historia de Juan, que volvió a dormir la siesta solo y en silencio, a la sombra de sus muchos ladrillos.
Juanillo endureció las manos a golpe de azada. Y escuchó el crujido de sus huesos al echarse los primeros sacos al hombro.
Con veinte años, ya cansado de cargar sobre la espalda, dejó el sacho y agarró la bandeja. Con un ridículo disfraz de hawaiano, se fue a lucir palmito a la costa, sirviendo copas a turistas semidesnudas que se tostaban al borde de las piscinas, entre decorados seudocanarios de cartón-piedra.
No aguantó mucho. Al poco dejó la bandeja y volvió a la guataca. Esta vez para amasar cemento, con el que pegó los ladrillos que tanto le cambiarían la vida. El trabajo era duro, pero estaba mejor pagado.
Al ver como los bloques se convertían en oro, regresó al pueblo, arrancó los matos y llenó de adosados las tierras de sus abuelos. De la noche a la mañana, Juan empezó a disfrutar de renting, lifting y demás ieneges, de visas doradas, deportivos y todoterrenos, ropas de marcas y mil amores, que lo colmaban de sonrisas, fantasías y favores. Al menos eso creía él.
Se burló ruidosamente la primera vez que escuchó hablar de crisis. What crisis? "Eso no va conmigo", dijo en voz alta, y siguió cambiando rústico por urbano, raíces por cimientos.
Antes de que fuera capaz de darse cuenta, los chorros de ingresos se le fueron secando. Le echaban la culpa a los americanos, los ninjas, las subprime y a no sé qué mil demonios, según le contaron, aunque siempre sospechó que el verdadero responsable era un tal Zapatero, uno que gastaba suela corriendo hasta China para que lo invitaran a desfacer semejante entuerto.
Fuera de quien fuese la autoría del enredo, lo cierto es que Juan se quedó con un montón de ladrillos sin vender y una montaña de facturas sin pagar. Los bancos lo llamaban a diario, aunque ahora sin sonrisas y ya no para desearle felices fiestas. Los concesionarios le fueron retirando uno a uno cada vehículo. Casi al mismo ritmo que desaparecían sus amigos y amantes. Hasta su mujer perdió el interés. Ella también se fue.
Esta es la historia de Juan, que volvió a dormir la siesta solo y en silencio, a la sombra de sus muchos ladrillos.
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