Mis chicos de biografías perversas tienen una facultad que siempre les agradeceré, la de llevarme a mis propios límites, allí donde tengo que redescubrirme, reformularme, reinventarme.
Uno de ellos, hace unas semanas, me transmitía sus inseguridades, sus temores, su incapacidad para afrontar el miedo a sus abismos. Sin proponérselo, me llevó a rebuscar entre mis recursos cotidianos, ésos que manejamos sin darnos cuenta, sin plena consciencia. Mecanismos de defensa, artimañas para autoengañarnos y echarle morro a cada nueva mañana. Me hizo ver que mi truco es fijarme en lo bueno, que es lo que me hace prestar atención y percatarme de todo lo genial y maravilloso que ocurre a mi alrededor cada día. Que cuando me ofusco en lo malo, no veo más que la mierda y se me escapa todo lo demás, que no es poco.
Otros, cuando sacan su ira irracional acumulada, me enseñan a controlar la mía. Especialmente cuando la disparan contra mí y sin motivo. Me dan lecciones en el borde de mi frustración y mi impotencia. Aprendo a respetarles sus tiempos, a observarles y a adivinar sus estados de ánimo, sus motivos, descubriendo en ellos los míos.
Mis chicos de biografías perversas son una pasada. Y se supone que a mí me pagan por educarlos. No viceversa. La repera.
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