El hombre del carro de las golosinas era algo parecido a Paco Rabal en Los Santos Inocentes. Vestía aquellos trajes de tela gris que siempre parecían sucios. O puede que efectivamente lo estuvieran. También llevaba boina y, no sé si recuerdo o invento, fumaba cigarros virginio sin filtro, por lo que se pasaba el día escupiendo hilachas de tabaco.
Su carro era de tracción humana. Lo arrastraba él. En una maniobra aparatosa lo sacaba y metía de su casa que, como ya conté, era casi tan peculiar como su habitante. En realidad, esas viviendas fueron habituales en los inicios del barrio. Junto a la fachada, todas tenían unas cuantas habitaciones, muchas veces comunicadas por un patio a la intemperie. Las partes traseras de los solares quedaban al descubierto y era común que en esas zonas se criaran animales. Los primeros habitantes procedían de zonas rurales y no hicieron más que reproducir en el nuevo asentamiento urbano las costumbres que traían de sus pueblos.
El hombre del carro de golosinas tenía gallinas y alguna cabra, cuando ya no era frecuente criar animales en el barrio. Junto a ellos atesoraba una palangana, siempre llena de agua turbia, donde se lavaba la cara y poco más.
No tengo conciencia de haberle comprado nunca nada. Mucho menos algo que pensara ingerir. Tampoco creo que vendiera gran cosa. Tabaco y poco más.
Al hombre del carro le gustaba dirigir el tráfico en el cruce de la iglesia. Y hablar de fútbol, explicando con detenimiento sus estrambóticas tácticas que, aseguraba, aconsejaba directamente a los mismísimos entrenadores de la Unión Deportiva.
Medía su inteligencia con la de Manuel, el hijo de la señora de los suspiros. Ése que de viejo siguió siendo niño. Se lo llevaba a la tienda de la esquina, presuntamente de comestibles, donde el producto estrella era el ron, despachado vaso a vaso. En aquellos de culo gordo con una línea roja, como los de la cabecera de Tenderete de hace muchos años. Algo así.
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