martes, 17 de agosto de 2010

ingrávido

Nos aferramos a seudoverdades que nosotros mismos inventamos. Hasta las más elementales. Empezando por las físicas y geográficas. El Norte, el Sur, los planetas… Es nuestra necesidad de estabilidad, de sentirnos seguros en entornos constantes. Como la rutina de los niños.

Todos lo sabemos, todos lo estudiamos pero preferimos olvidarlo, pensar en otras cosas. Es una evidencia que vivimos en una partícula insignificante de un planeta que, a su vez, es una minucia que gira alrededor del Sol, una estrella enana que… no se sabe bien qué hace en ese enorme vacío que llamamos Universo.

No existe el arriba ni el abajo, la derecha ni la izquierda, lo mucho y lo poco, avanzar ni retroceder… son meros conceptos relativos, contextuales.


Somos seres menos que microscópicos deambulando sin rumbo en un espacio que no abarcamos ni con la imaginación.

Con todo, igual que las hormigas, caminamos con apariencia de seguridad, veloces, atareados en cuestiones banales con gesto terso y arrogante, como si nos fuera la vida en ello.

Claro, es muy sencillo alienarse con estupideces, llenando el gran vacío con modas, trapitos, facebooks, amores, músicas, títulos, libros, canciones, deportes, coches, ambiciones materiales, apariencias, religiones, electrodomésticos, luchas de poder… y hasta militancias políticas.

Es mucho más llevadero enredarse en cualquier asuntillo cercano que vivir siendo conscientes de que la vida es un flotar en la nada, sin rumbo ni sentido. Que no se puede avanzar porque no hay adónde ir. Que nada es mejor ni peor. Que sólo tenemos medidas subjetivas con las que autocomplacernos y anestesiarnos para seguir enredándonos en cualquier tontería, alguna que nos tape los ojos a lo inmenso de la realidad y sólo nos permita enfocar los primeros planos, las minucias de lo cotidiano más inmediato.

Alienarse es absurdo pero, debo admitir, provoca menos vértigo que la ingravidez.

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