martes, 18 de noviembre de 2008

digestiones


Julián era trágicamente obsesivo, lo que aliñaba con una pasmosa facilidad para construir redes de razonamientos aparentemente lógicos pero que, ineludiblemente, llevaba hasta conclusiones disparatadas.


Su último gran paradigma afirmaba que nunca somos el mismo ser vivo, que estamos en continuo cambio. Y ya no en cuestiones de carácter o adaptabilidad social. Peor. Como era su costumbre, iba mucho más allá.


Se detuvo a pensar en las células, en sus mutaciones infinitas. "Mueren constantemente y, de forma simultánea, generamos otras nuevas que las sustituyen. Las eliminamos por los canales excretores ya conocidos, yendo a parar a la tierra, al mar, al aire. Las nuevas, en cambio, las reconstruimos inmediatamente, usando como materia prima lo que comemos, bebemos y respiramos." Hasta ahí, la cosa iba moderadamente bien.


El problema lo introdujo su facilidad para la obsesión. Muy pronto empezó a mirar con otros ojos cada pieza de comida que se llevaba a la boca. “Este tomate que muerdo dentro de poco formará parte de mi piel. Quizás pase a estar en mi mano, en mi cara, en mi pelo. Este filete, seguramente, acabe siendo mi cintura.” Así hasta el infinito.


No tardó en sentirse un poco tomate. Un poco bistec.


Como era de esperar, siguió atando cabos. Y concluyó que, del mismo modo, las materias que él excretaba irían a integrar las papas, el pescado, la lechuga. Más grave aún, dedujo que era muy probable que volviera a comerse materias primas que ya había ingerido y eliminado antes.


De este modo, se dijo, "al mismo tiempo soy yo y la zanahoria que rayo para la ensalada".


Se sintió un antropófago peculiar. Sobre todo cuando recordó a su vecino, el que falleció recientemente y fue incinerado. Sus cenizas, en una emocionante ceremonia, quedaron esparcidas por el océano, en una bahía próxima, con abundante fauna marina, frecuentada por pescadores locales. Los mismos que proveen los congeladores de los restaurantes donde Julián suele ir a comer cada domingo.


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